lunes, 22 de abril de 2013

Ética y feminismo. Una reflexión para revertir la violencia actual - Francesca Gargallo

Ética y feminismo. Una reflexión para revertir la violencia actual

Francesca Gargallo Celentani
Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua, 22 de abril de 2013


Queridas todas: hablar en Chihuahua no es fácil para alguien que viene del DF, porque todas las mujeres de este país le debemos a las valientes mujeres de Chihuahua habernos vuelto a poner los pies sobre la tierra y dejar de fingir que la liberación femenina estaba en acto en un país que, por el contrario, y a pesar de los cursos universitarios y los centros de atención a mujeres que se van abriendo, iba incrementado su violencia racista, clasista y de género contra las mujeres, por ser mujeres y por encarnar la debilidad frente al estado y la cultura de impunidad que un estado autoritario encarna cuando se debilita.
Que las mujeres seamos débiles es a la vez una realidad y una mentira. Una realidad porque todo apunta desde la escuela, los contenidos escolares, la organización familiar, la cultura y la aplicación de la ley a debilitarnos para que no alcancemos la realización de nuestras expectativas y no gocemos de los derechos que hemos adquirido. Y una mentira porque, como nos lo vienen demostrando desde hace dos décadas a las mujeres de todo el mundo las mujeres de Chihuahua, la debilidad no es un rasgo de carácter de las madres que reclaman un mundo donde sean efectivos los derechos básicos a la libertad de circulación, de movimiento, de educación, de expresión para sus hijas, violentadas, desaparecidas y asesinadas, sin que el estado intervenga para esclarecer los hechos y procurar justicia. La debilidad no es un rasgo de carácter de las hermanas, las amigas, las activistas de los derechos humanos.
La debilidad, en fin, no es un rasgo del carácter ético de las reivindicaciones de las mujeres. No ha disminuido su política y se explicita en que las mujeres organizadas alrededor de políticas feministas diversas han confrontado desde hace dos siglos el más complejo sistema de relaciones entre los sexos y las derivaciones jurídicas, económicas y culturales que sobre sobre esas relaciones se han construido: las mujeres han desafiado el sistema patriarcal, en todos los lugares y las formas donde se manifiesta. Eso, y ustedes lo tienen tan claro como yo, no es un rasgo de debilidad.
El feminismo empezó a preocuparse de los aspectos éticos de la política reivindicativa desde los inicios de su accionar. Más aún, la ética como reflexión sobre las conductas morales de la sociedad atrajo la reflexión de todas las mujeres que, a lo largo de la historia, se cuestionaron sobre la justicia –más bien la injusticia– de su estar en el mundo.
Revisar la propuesta ética del feminismo implica mirar nuevamente su accionar en la historia. Hacerlo en momentos en que las dudas acerca del valor y la importancia de las acciones públicas en favor de las mujeres, debido al repunte de la violencia física, intelectual y económica contra  ellas, se incrementan, es sumamente importante. Y lo es desde una perspectiva filosófica de la política tanto como desde la posibilidad de repensar las pedagogías para construir un mundo con menor agresividad.
A finales del siglo XIX, las feministas se organizaron con base en esos postulados liberales que reivindicaban la intrínseca igualdad de todos los seres humanos, denunciando las discriminaciones por motivos de nacimiento, sexuales, religiosos y raciales. Ser iguales a los hombres implicaba desde esa perspectiva el derecho al estudio, al salario, a la representación política, a la expresión, a  la libertad de movimiento y a una maternidad no rebajada.
Las anarquistas, que radicalizaron el sentimiento individualista de las liberales hasta convertirlo en una fuerte reivindicación libertaria, pelearon por una redención de los órdenes morales que limitaban la acción amorosa, laboral, solidaria de las mujeres, a la vez que se organizaron sindicalmente para poner fin a la explotación de la clase obrera.
Las socialistas describieron la situación de las proletarias del proletariado como doblemente explotadas y organizaron las primeras internacionales de mujeres trabajadoras, entre ellas aquella donde Clara Zetkin, apoyada por Rosa Luxemburgo, pensó instituir un día internacional de lucha de las mujeres trabajadoras, día que recayó en el 8 de marzo y que redundó en el levantamiento de las obreras de San Peterburgo en 1917.[1]
No fue la lucha por el voto, como pretenden las corrientes feministas de origen liberal, la que unificó, a principios del siglo XX, las diversas posturas para la emancipación y la liberación de las mujeres, entre otras cosas porque las anarquistas nunca reconocieron el estado burgués y, por lo tanto, nunca le dieron la menor importancia a la ciudadanía y a sus instrumentos. Creer que una anarquista haya podido ser sufragista sería un error histórico gravísimo, fruto de la mayor ignorancia política.
Fue el sustrato ético y el horror ante la injusticia lo común a todas las reivindicaciones de los primeros feminismos. Las mujeres se organizaron al esgrimir una crítica de las normas que discriminaban a las mujeres. Ésta subyacía a todas las acciones para conseguir lo justo para ellas y, paralelamente, a todas las reflexiones acerca de qué era bueno de la acción organizada de las mujeres para el conjunto de la humanidad, lo que implicó un despertar feminista desde principios de la revolución industrial.
Si este despertar respondió a una memoria histórica ocultada, que en Europa puede  remontarse a las luchas de las campesinas contra el feudalismo –luchas que fueron derrotada por una violentísima represión moderna, que puso en marcha un sistema de persecución, acoso, empobrecimiento sistemático, control de la sexualidad, separación de los objetivos comunes de las mujeres y los hombres, desposesión de las tierras y los instrumentos de trabajo, y que utilizó desde la inquisición y la medicina hasta las reformas legales para quitar a las mujeres el derecho a la herencia y a la dirección de los gremios artesanales en los siglos XV, XVI y XVII- nuestra hipótesis que la ética subyace a la reflexión política y es más duradera que un sistema económico, adquiere aún más fuerza.
A mediados del siglo XX, precediendo uno de los momentos álgidos de las reivindicaciones contemporáneas de liberación de las mujeres, algunas filósofas evaluaron la construcción de lo “femenino” como el ámbito de la cultura humana sistemáticamente devaluado y condenado por la construcción de la primacía exclusiva de lo masculino, organizada por una cúpula de hombres con poder.[2]
Así, en las décadas de 1960 y 1970, las feministas se plantearon la urgencia de 1) una ética utilitaria, pues sostenían la necesidad de un trato igual para las mujeres y los hombres en beneficio de un mejor funcionamiento de la sociedad;[3] así como de 2) una más radical ética no normativa, para liberar a las mujeres de las implicaciones estéticas, económicas y políticas de un deber ser sexualmente segregado.
La búsqueda de ambas éticas, y su relación entre sí, a las mujeres nos sigue interesando hoy. Implica una reflexión que se actualiza día tras día, para destejer los roles que la sociedad reclama, y a la vez impone, a las personas según el lugar que le es asignado al nacimiento según sus órganos sexuales externos. En particular cuestiona las secuelas de la construcción moderna de la moralidad de las mujeres como púdicas, dedicadas a la reproducción de significaciones que las devalúan, dispuestas a sacrificar su salud y libertad de movimiento en aras de una estética corporal para el uso masculino (modas, peinados, calzados, blanqueamiento de la piel por motivos racistas eurocéntricos). Y, trascendiendo el ámbito de los lugares de producción e imposición de las pautas culturales hegemónicas,[4] mujeres sometidas por su condición geográfica, inferiorizadas por una racialización de origen colonialista, oprimidas por motivos de clase: migrantes americanas, asiáticas y africanas hacia polos de desarrollo capitalistas ubicados en Europa, Canadá, Estados Unidos, Japón y los Emiratos Árabes forzadas al trabajo de explotación sexual y de las capacidades tradicionalmente asignadas al mundo femenino: nanas, empleadas domésticas, enfermeras y asistentes de ancianos, a las que se les paga tan mal como el sistema capitalista está acostumbrado a retribuir las labores consideradas “femeninas”.
Por lo expuesto hasta ahora, en la práctica de su reflexión ética, las feministas en el mundo, y desde sus muy diversas realidades y posturas políticas y filosóficas, han confrontado la ética ubicándola como una realidad del pensamiento que actúa sobre la vida. Es decir, han denunciado el conjunto de ideas que articulan las teorías morales y la práctica. Estas teorías se reacomodan históricamente según las necesidades de los grupos dirigentes de una sociedad (sacerdotes, monarcas, inquisidores, académicos, miembros del sistema de salud, patronales y, últimamente, dirigentes financieros). Constituyen, por lo tanto, una metafísica del deber ser sexualmente diferenciada, que corresponde al motor de un complejo engranaje de control social.
La urgencia de una ética no normativa -a la que no hemos llegado porque a un sistema político que exalta las decisiones y acciones de los individuos le es indispensables instituir sistemas de valores[5] para controlar la acción de las personas con quien convive- se lee en la incomodidad creciente que experimentamos frente a la asignación de pautas de comportamiento y de estructuras de pensamiento por parte de autoridades cada vez más cuestionadas.
Se necesita una ética no normativa también porque ha entrado definitivamente en crisis la reflexión filosófica sobre el alcance epistemológico de la moral, y las formas de expresar las razones morales, porque encubre las implicaciones que tiene en el derecho y la impartición de justicia, en la economía y la redistribución de la riqueza, en la estética y la exclusión de lo monstruoso, en el estado y la construcción de la ciudadanía. Pero esta ética no normativa sigue teniendo una teleología utilitaria, la de alcanzar la felicidad del mayor número de personas, según sus propias experiencias históricas a revisar. La felicidad de las naciones originarias de América, por ejemplo, necesita de la revisión de qué es un sujeto, qué relación quieren sostener con las repúblicas que las apresan en su sistema normativo y cómo vivir libremente sus relaciones entre mujeres y hombres, deliberando ambos sobre las cuestiones de interés comunitario.[6]
Casi desde el momento en que el feminismo se planteó liberar la vida de las mujeres de normas éticas impuestas desde la dominancia histórica masculina, en los países anglosajones empezó a surgir una tendencia a enfocar la filosofía moral hacia cuestiones de ética sustancial o de “ética aplicada”. Es decir, alrededor de 1970, empezaron a ocuparse de bioética, de ética ambiental, de derechos humanos y “guerras justas”, de liberación sexual y de las responsabilidades sociales de los empresarios para con la moralización del trabajo.
Propusieron entonces dejar de lado la reflexión sobre el substrato lógico de la organización desde el poder de los comportamientos individuales, de la libertad de interpretación de hechos diversos, y del bien y del mal que puede provocar una acción. ¿Esto redundaba en una suavización de las normas tendiente a su desaparición o era una forma de trasladar el problema a un terreno neutro donde desarticular la crítica al castigo implícito en toda ruptura de las normas? En otras palabras, ¿se trataba de una guerra de la ética contra la acción política de sujetos que iban articulando su propuesta de liberación?
Seguramente la ética hoy no interesa sólo cuestiones abstractas acerca de cómo juzgar una acción en razón de sus consecuencias sobre la felicidad de los y las individuas (tal y como el utilitarismo clásico pretendía al establecer el nexo entre la búsqueda “natural” de la felicidad y la moralidad), no obstante el criterio de evaluación de las acciones y las instituciones planteado por Jeremy Bentham (1748-1832), por el cual es ético buscar la más grande felicidad para el mayor número de personas, sigue interesándonos a las mujeres para cambiar las instituciones y las prácticas consuetudinarias que se oponen, al mismo tiempo, a la justicia y a la felicidad de las personas de sexo femenino o feminizadas (homosexuales, pobres, indígenas, hombres no violentos, etcétera) que somos más de la mitad de la población mundial.
Para 1970, las actitudes sociales se venían diversificando en la esfera privada y en la pública, probablemente por la influencia de la crítica feminista que afirmaba –y sigue sosteniendo- que no hay acción privada que no sea intrínsecamente política y no responda a una estructuración de los lugares de producción diferenciados por sexo que se ha vuelto más y más rígida desde el surgimiento del capitalismo.
Es entonces cuando apareció en Estados Unidos la expresión “ética aplicada” y se empezó a difundir la percepción de la vacuidad de los análisis meta-éticos, a la vez que los conceptos morales y de su utilización para la reglamentación de la vida se divisaron como muy lejanos de los problemas reales que la ciencia, la tecnología y la extrema violencia imponían a las personas y a la sociedad. Estos problemas aplicados de la ética, sin embargo, desde la academia no asumieron ninguna responsabilidad ni con la felicidad de las mujeres -implícita en su liberación de las estructuras sociales de valores familiares y de división de las esferas privada y pública- ni la felicidad que proporcionaría la descolonización a los pueblos y nacionalidades indígenas del mundo. En otras palabras, la ética aplicada no se desubicó del universalismo masculino eurocentrado.
Volviendo al punto, con siempre mayor frecuencia e insistencia, en los últimos veinte años las nuevas ramas de la ética intentan paliar los desafíos morales ligados a la evolución de las costumbres. Con preocupación, las feministas vemos como una ética de la sexualidad se estructura de manera que parezca algo muy lejano, casi sin vínculo, con esa bioética que debe tocar exclusivamente los problemas inherentes a los avances en biomedicina, o con la ética ambiental que es limitada al análisis del futuro de las relaciones entre los seres humanos, los demás seres animados y los inanimados. Una ética que no asume la importancia del trabajo femenino en la valoración económica de la vida social y la subsistencia del grupo de convivencia (llámesele familias o como se quiera), ni el trabajo de construcción de redes afectivas (parentales y de afinidad) para la felicidad humana. Finalmente, una ética hiperindividualista que se reduce a la elección de un individuo “chapado a la masculina” acerca de qué es bueno para sentirse mejor, sin pactar, dialogar, relacionar su decisión con las apreciaciones de la colectividad.
El primer cuestionamiento al sistema ético occidental, las feministas lo expresaron cuando denunciaron el doble rasero moral con que se valoraba la misma acción según la hacía una mujer o un hombre. Así cuestionaron la moralidad en campos como la sexualidad, la expresión, el derecho al movimiento, las responsabilidades maternas y paternas. Luego se preguntaron si para alcanzar la felicidad en la sociedad debían necesariamente masculinizarse y  si la ética podía tomar en consideración sistemas de valores sociales que rescataran las diversas historias y creaciones culturales de las mujeres y los hombres. Hoy, el feminismo es uno de los principales impulsores de la denuncia de los universales éticos como valores particulares que se imponen por la fuerza sobre el conjunto de los pueblos y culturas para la interpretación moral de todos los actos de mujeres y hombres, de cualquier pueblo y cualquier sistema religioso, político y de género.
Desde el cuestionamiento feminista a la ética occidental como instrumento de sostén de la discriminación, -por el doble discurso que subyacía en la valoración de los mismos actos según se es mujer u hombre-, la ética utilitaria ha entrado en crisis como sistema unívoco de reglamentación de las convivencias (es decir, de creación de comunidades).
Si asumimos que todos los sistemas morales, y las reflexiones éticas sobre ellos, responden a normativas no universales, históricas, sexualmente ubicadas, podremos liberarnos de los supuestos metafísicos del deber ser del individuo masculino convertido en el sujeto “natural” de la acción política, económica y científica de un mundo que no se niega a destejer los supuestos colonialistas de la interpretación de los actos de todas las culturas. Este desmenuzamiento de la norma individualista de la acción consciente, sirve para entender que es injusto e imposible seguirle dando valor positivo a cualquier normatividad.
Ahora bien, con esta defensa del derecho y el deber de seguir analizando los principios lógicos e históricos que sostienen los discursos meta-éticos, para reflexionar sobre la buena vida desde el lugar de quienes no tienen el poder de diseñar e imponer las normas sociales que se consideran justas para todos, no estoy diciendo que el feminismo se ha desinteresado o no deba interesarse por los temas que la ética aplicada reconoce como grandes cuestionamientos contemporáneos.
Reflexionar sobre los problemas de la ética médica en una época que ha expropiado el cuerpo y las decisiones sobre la propia salud a las personas para beneficiar una industria farmacológica y un gremio de profesionistas implica construir una ética, es decir una teoría moral, capaz de tomar en consideración, proponiendo eventuales soluciones, a dilemas que atañen a todas las personas, a la tierra, al mundo vegetal y a sus derechos.
Confrontar los grupos política y epistémicamente hegemónicos de sacerdotes, médicos, empresarios, para acomodar una mirada sobre el derecho a verse como un todo entre mente y cuerpo, salud y capacidad de tomar decisiones, implica que las mujeres sepan diferenciar las imposiciones estéticas de su tiempo, casi todas ellas ligadas a la mirada masculina que construye el deseo heterosexual, de sus deseos personales y colectivos: ¿salud y belleza tienen una real relación con la extrema delgadez o con ciertos tonos de piel?
Igualmente compromete una reflexión meta-ética sobre qué es la reproducción de la vida, que va más allá del derecho indiscutible de las mujeres a programar hasta el último momento su vida, incluyendo el derecho a abortar, a aceptar un embarazo de alto riesgo o a no ser madre, sin estar sometidas a limitaciones por su estado civil o su edad, y que atañe un análisis ético de la economía de la reproducción y el valor del cuidado de los y las niñas y los y las ancianas, así como del valor de la fertilidad entre pobres y ricos. No hay interrogaciones morales que nazcan de las muy recientes puestas en acción de novedades científicas que no se sostengan sobre racionalismos sexuados y excluyentes que alimentan tanto las éticas deontológicas como las éticas teleológicas, los idealismos o los realismos morales.
Cómo portarse frente al suicidio, qué es la muerte voluntaria y si es posible asistirla o se debe evitar por todos los medios, tiene una relación con la guerra, con la idea de que puede existir una “guerra justa”, con el derecho de todos los pueblos a su historia, con la distribución de los alimentos para que el hambre no sea considerada un castigo por algo que es, a su vez, condenado (la pobreza, el subdesarrollo, la pertenencia a culturas no dominantes), sino sea considerada como una consecuencia de la pésima distribución de todos los recursos, renovables y no renovables entre colectivos (no sólo individuos).
Las grandes cuestiones morales contemporáneas no son elementos aislados de nuestra percepción ética, aunque puedan abordarse una por una. La acción política, que es inevitable porque encarna la voluntad de vivir en colectividades humanas, no puede ser delegada a una clase de representantes, no sólo porque perdemos con ello nuestra libertad de acción social, sino porque en ella se juega la finalidad de la acción humana, la práctica del “devenir personas virtuosas”, que interesaba tanto a Aristóteles como a las madres mexicas.
Pensemos la acción política de las mujeres indígenas o de las activistas de los derechos humanos, por ejemplo, y veamos las responsabilidades éticas que tenemos frente a ella.
En México, la violencia contra las defensoras de DH ha crecido exponencialmente entre 2001, cuando se registró el asesinato de la abogada Digna Ochoa –todavía no resuelto, dicho sea de paso-, y 2010-2011, cuando en Chihuahua fueron asesinadas las defensoras Josefina Reyes, María Magdalena Reyes, Luisa Ornelas, Marisela Escobedo y Susana Chávez, se registró el atentado en contra de la activista Norma Andrade, quien sobrevivió y tuvo que abandonar Ciudad Juárez por la falta de seguridad, llegando a la Ciudad de México donde vivió otro atentado contra su vida, lo que la llevó a exiliarse de México; así como las periodistas María Isabel Cordero, en el mismo estado de Chihuahua, y las comunicadoras Marcela Yarce y Rocío González Trápaga en el Distrito Federal; Elvira Hernández, en Guerrero; y Selene Hernández, en el estado de México (todos crímenes que, como el primero, permanecen en la impunidad).[7]
El aumento de la violencia contra la vida de mujeres que asumen públicamente un compromiso con la sociedad y la justicia, tal y como lo señala Andrea Medina Rosas, coordinadora del informe “Defensoras de derechos humanos en México: Diagnóstico 2010-2011 sobre las condiciones y riesgos que enfrentan en el ejercicio de su trabajo”, presentado el 12 de enero de 2012,  está  vinculado a la militarización de diversos territorios del país, a políticas de combate al crimen organizado que no toman en consideración la integridad de la persona -menos si ésta es de condición femenina, pobre, indígena-, y a la simulación en la procuración de justicia a las víctimas de trata de persona (el delito que implica una organización delincuencial  más común y encubierto en México). ¿Cómo feministas mientras actuamos para salvarle la vida a una defensora de derechos humanos amenazada, podemos dejar de pensar cómo se ha llegado y cómo destejer las normas de poder que llevan a una política de seguridad sin derechos humanos?
La relación que las feministas tejen alrededor de la filosofía moral y sus éticas aplicadas no puede obviar preguntarse qué es la tortura o por qué en los ámbitos políticos y militares hegemónicos se vuelven a abordar temas relacionados con la justicia inherente a la declaración de una guerra para imponer la democracia, para intervenir en las decisiones de un pueblo, o para prohibir investigaciones y fabricaciones que son consideradas legales en otros lugares.
Ahora bien, la guerra como actividad tradicionalmente masculina impulsa la reflexión feminista sobre cómo afecta la vida de las mujeres pacifistas y las mujeres que empiezan a ingresar en las corporaciones de hombres en armas (ejércitos, milicias, grupos paramilitares y delincuencia organizada).[8] A la vez, la trasciende, le devuelve su actualidad a la pregunta que todas las mujeres siempre quisieron formularle a Kant: ¿desde dónde, usted señor, macho culto que sostiene verdades universales, ha construido su idea de lo justo para sostener que el criterio para cumplir una acción es que sea intrínsecamente justa?
En el momento actual, quisiera recordar la concreción de la ética, es decir su inevitable nexo con la historia, que no la vuelve relativista, sino la ubica en la posibilidad de que las diversidades, pluralidades y complejidades históricas de las formas de pensarse en sociedad sean todas valoradas como particulares, sin creer en ningún tipo de universalismo moral que pueda imponerse desde el modelo liberal de estado que sostiene las racionalizaciones de la actuación políticas de los países más ricos y armados del mundo.
Los planteamientos ético-feministas actuales nos obligan a tomar en cuenta la convivencia como sistema de relación política familiar, nacional e internacional. Esta es múltiple, nadie puede imponer reglas acerca de cómo convivir que obliguen a una persona o a una comunidad a cambiar sus relaciones históricas de organización social o dirigir su aspiración a la libertad. De ahí que la ética ambiental sea política y sea una acción contra-hegemónica. Limitar el desarrollo industrial y extractivo de las organizaciones sociales más ricas y desiguales es un sine qua non del derecho de todos los pueblos a regirse y actualizar sus particulares sistemas, sobre los cuales construir la convivencia de diferentes. A la vez, la crítica a las normas patriarcales de organización afectiva, económica, educativa de las personas en su sociedad, con las implicaciones relativas a la construcción de relaciones de género que atañen el ejercicio de la sexualidad y las formas de convivencia entre personas del mismo y de otro sexo, según las edades y las responsabilidades interpersonales, es un sine qua non para la existencia de una conciencia moral.
Una educación inclusiva de los aportes femeninos al desarrollo de la humanidad es quizá el instrumento más urgente para que la reflexión ética feminista se profundice. Es hora que la historia de la costura y la de la alimentación adquieran un rango definitivo en la historia de las ciencias, así como el derecho a ser consideradas tecnologías que han sostenido la convivencia en grupos humanos muy diferentes entre sí. A la vez, los valores de la solidaridad concreta, la del cuidado materno y la de la sobrevivencia de los miembros menos fuertes del núcleo primario de convivencia, los valores de la atención al otro/a y de la colaboración, deben ser analizados como esfuerzos de compatibilidad que redundan en la comprensión y la tolerancia, es decir como instrumentos dialógicos de sociabilidad. Más que normas para no delinquir necesitamos  la disposición a interesarnos en el bien que nos produce hacer el bien. Esta disposición no es un algo personal, sino un estilo de vida que puede ser enseñado.
Una educación que no valorara la competitividad sino la colaboración como herramienta básica para el crecimiento nos ejercitaría para una vida en la que a las mujeres no nos fuera necesario aprender a defendernos de los hombres, sino para una vida donde los hombres y las mujeres nos respetáramos mutuamente, sintiéndonos libres de ese sentimiento político de sometimiento que es el miedo.


NOTAS

[1] Si bien en el calendario gregoriano u occidental el Día de la Mujer correspondía al 8 de marzo, en 1917 en Rusia regía el calendario juliano, que se hallaba rezagado respecto al primero en 13 días. Por tanto, la Revolución de Febrero que se produjo en ese mes en Rusia, para Europa se produjo en marzo, siendo su jornada de inicio justamente el Día de la Mujer. Según León Trotky, “La Revolución de Febrero empezó desde abajo, venciendo la resistencia de las propias organizaciones revolucionarias; con la particularidad de que esta espontánea iniciativa corrió a cargo de la parte más oprimida y cohibida del proletariado: las obreras del ramo textil…”, de tal forma que “Manifestaciones de mujeres en que figuraban solamente obreras se dirigían a la Duma municipal pidiendo pan.” Historia de la Revolución Rusa, SARPE, Madrid, 1985; p. 106.
[2] En 1948, Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo; en junio de 1950, Rosario Castellanos presentó su tesis de maestría en filosofía donde se preguntaba ¿Existe una cultura femenina? (Sobre Cultura Femenina, Fondo de Cultura Económica, México, 2005). En 1975, se publicó su drama El eterno femenino (Fondo de Cultura Económica, Popular, México 1975; se estrena en 1976) donde criticaba el eterno femenino como estereotipo; la lucha por romper las ataduras que mantienen a las mujeres presas de la imagen que le impone la sociedad, requieren del momento en que las propias mujeres se hagan conscientes de su propia identidad para poder sustituirla con estructuras que provengan de su propio proceso colectivo de liberación.
[3] Ver al propósito: Graciela Hierro, Ética y feminismo, UNAM, México, 1989. En sus textos de ética, Hierro se plantea la urgencia de una ética utilitaria que postulara, como criterio de juicio moral, la utilidad social de la igualdad de oportunidades de mujeres y hombres. La relación entre ética y política, según ella, se da en dos niveles: 1) en las reglas morales que sirven para orientar los actos de los individuos en sociedad, y 2) en la práctica histórica. Hierro entiende las normas morales como convenciones que pueden ser revocadas si las consecuencias de su cumplimiento no se ajustan al principio de justicia, que se centra en la idea de que diferentes individuos no deben ser tratados en forma distinta. Esto resulta en extremo adecuado para proponer una reforma de la idea de la condición femenina. Por lo tanto, sostiene que: “El lugar y la función que las mujeres ocupan en las sociedades presentes no pueden ser considerados como ya prejuzgados, sea por los hechos o por las opiniones que los han consagrado a través de las épocas; como todo arreglo social, deben plantearse en cada época en abierta discusión y evaluarse con base en la utilidad social y la justicia concomitante. La decisión ética sobre la condición femenina actual se sustentará en la evaluación que se haga de sus tendencias y sus consecuencias, en tanto éstas son provechosas para el mayor número” (pp. 93-94).
[4] Las pautas culturales hegemónicas son las que tienen pretensión de universalidad. La cultura occidental es hegemónica porque se esfuerza para imponer sus pautas de interpretación de la realidad como universalmente válidas. En fin, hablamos de aquellas pautas culturales tan particulares como todas pero que tienen el poder económico-represivo suficiente como para imponerse como universales.
[5] “Valores” es una palabra ambigua, que casi siempre se utiliza en plural porque implica un sistema de  significaciones que asociamos con comportamientos éticos positivos o negativos; aunque en un principio “valor”, en singular, implicaba únicamente la valía de algo en el sentido económico de intercambio de valor. En la actualidad, hay un abuso en los discursos políticos del término valores que se esgrime para interpelar algo que nos conmueve socialmente. Los valores pueden ser progresivos (el valor de la solidaridad con las personas víctimas de un agravio, el valor de la crítica ecológica al sistema de bienestar), reactivos (los valores tradicionales de tipo familiares, nacionalistas, de defensa de grupos de edad, que se esgrimen para denunciar los cambios como algo negativo en sí) o de reacomodamiento. Toda actividad humana, sus tendencias, objetivos, formas, procesos y los sujetos que involucra, producen una significación social, en la medida en que favorece o no el desarrollo de la sociedad. Esta significación produce un sistema de valores, que es histórico y, por lo tanto, cambiante, dinámico, relacionado con condiciones concretas. No obstante, los grupos de poder pueden instituir socialmente algunos valores, influyendo en la educación y la cultura, e imponer su sistema como la medición adecuada de las ideas y comportamientos de las personas en una sociedad. Estos valores son por lo general de tipo reactivo, conservador. En ellos se instalan los prejuicios sexistas y racistas, por ejemplo. El feminismo desde muy temprano reaccionó contra los valores que se utilizaban para mantener a las mujeres en un lugar determinado, impidiéndoles su construcción como sujetas de su vida y destino.
[6] Cr. Francesca Gargallo, Feminismos desde Abya Yala, Ediciones desde abajo, Bogotá, 2012
[7]A la vez, el 96% de las activistas reconoce haber sido amenazada o haber vivido violencia o enfrentado algún obstáculo para realizar su trabajo, siendo éstos relacionados con su cuerpo, su familia, el ejercicio de su sexualidad, en fin, con su condición de género.
[8] Para la categoría “hombre en armas” ver: Jules Falquet, Por las buenas o por las malas: las mujeres en la globalización, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2011

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Referencia: Francesca GARGALLO, “Ética y feminismo. Una reflexión para revertir la violencia actual”, conferencia impartida en el marco del Seminario “Temas transversales sobre igualdad de género”, organizado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos y la Comisión Estatal de Derechos Humanos (Chihuahua), realizado en Chihuahua, Chih. 22 de abril de 2013. Disponible en: http://wp.me/P1Mnan-oq 

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